lunes, 13 de abril de 2009

The Sopranos

HERNÁN CASCIARI / CHIRI BASILIS - 11 de junio, 2007

El New York Times tomó hace tiempo una posición arriesgada pero certera: “The Sopranos —publicó el periódico— es tal vez la mayor obra de la cultura popular estadounidense de los últimos 25 años".

No se habló de la mayor serie de televisión. Ni siquiera se habló de la más grande propuesta audiovisual contemporánea. En la frase ‘cultura popular’ quedaron englobadas todas las formas posibles del arte. Y yo creo que se trata de una crítica veraz: esta serie ha sido más necesaria que el mejor libro, más potente que la mejor escultura, más arriesgada que el mejor cine, más sutil que la mejor partitura que se haya podido componer en aquel país (y en casi todo el planeta) en el último cuarto de siglo.



Es que acaba de ocurrir una de las obras maestras más extensas de la historia contemporánea. Estamos habituados a cuadros inolvidables que observamos en diez minutos, a novelas magistrales que leemos en seis días, a películas mágicas que disfrutamos en dos horas. Pero no estábamos acostumbrados a una obra maestra que nos atravesara el cerebro, y el corazón, durante ocho años enteros.



Es poderosa la manera en que se enriquece un personaje al que hemos visto crecer, por ejemplo. Todo aquello que se activa en nosotros (como espectadores) al madurar al mismo tiempo en que maduran las marionetas de la ficción. Esta posibilidad narrativa es flamante, y cuando se da —además de disfrutar como cerdos— nos abre las puertas a una maravilla creativa que otros humanos, en tiempos anteriores, no pudieron experimentar.

Hace una semana, mientras disfrutaba de los últimos capítulos de The Sopranos (que son, de lejos, los mejores de la saga) noté que ya no había tiros. Cada escena era una pincelada minimalista, cada plano encontraba una profundidad humana arrolladora. Se trataba de un arte más parecido al cine europeo que al americano. Sentí un placer sibarita, exclusivo, como si pudiera palpar un sonido con los dedos.

Entonces me pregunté si esa misma sensación la tendría también alguien que no hubiera seguido la saga completa. Y supe que no. La fuerza de la imagen no me llegaba desde el televisor sino desde la memoria, desde la experiencia; de haber conocido a esa gente no ahora, sino a mediados de 1999, de haberlos comprendido a través de los años, y haberme comprendido yo mismo en ese lapso de tiempo.



¡Ah, qué lujo más grande! Una obra maestra que nos persigue a través del tiempo, que acomoda nuestra madurez a la de sus propios personajes, que trabaja en secreto en la composición de nuestro estado de ánimo aun cuando creemos no recordarlos o no tenerlos presentes. No lo sé: me pone los pelos de punta. Una película genial nos puede conmover desde la elipsis, pero una serie genial nos hace temblar las rodillas de otra forma. Nos tensa. Nos modifica.



The Sopranos, por supuesto, no es una serie de mafiosos. Conozco gente que no la ha querido ver porque sospecha que se enfrentará a una historia de tiros, de engaños ítaloamericanos, de negocios sucios y de señores narigones esnifando cocaína de la bolsa. No, eso es nada más que la superficie de un iceberg muy profundo. Si alguien mantiene este prejuicio (sobre todo las damas presentes) que se lo quite y le dé una oportunidad. La obra de David Chase es un cuchillo que desmenuza la condición humana y pone contra las cuerdas la moral de nuestro tiempo.